La hora de la sal

Rubia de corazón y palabra la mujer se volteó a mirar quien acariciaba tan disimuladamente su cabello. Ella podía sentir la suavidad de las caricias, esa forma en la que alguien intentaba robar un trozo de si, su olor, su imagen, ese ladrón tan sutil que puede convertir sus caricias en gestos eróticos, sus erecciones en meras fallas mórbidas de la naturaleza animal. "No me preguntes porqué, no me mires y me juzgues" pronunció el hombre mientras continuaba tocando su entrepierna teniendo aun la huella fresca de esa esencia femenina. La mujer siguió observando sus lentes oscuros, el día estaba nublado, había amanecido nublado y no tenía intenciones de esclarecer; eran los caprichos de la madre que cobija a sus pequeños, los protege en su fresca cobija agujerada. Estaba por oscurecer y ella suponía que sería difícil ver a través de esas gafas. Siguió mirando en silencio mientras el hombre seguía acariciándose, esa caricia espasmódica y continua, ese triste y coreográfico modo estimulación genital, esperando que la flácida carne pasara a un estado real, apretando los parpados, sumiendo más los dedos; el ardor, ese sagrado dolor, el escozor; el cosquilleo entumecedor. Era cada vez mas fuerte el olor, la blanca espuma entre sus diente, el jadeo resonante de esa pequeña bestia que no había sido bien cobijada por su madre, era su cabeza la que salía por los agujeros de la manta, era su cerebro el que se congelaba, era su espíritu el que se esfumaba con el sereno. Eran sus ojos blancos lo que la rubia podía ver, era la catastrófica mirada que no podía contener, era el horror cómplice de esas lágrimas lodosas las que atrapaban su escaza función cerebral, la poca fibra de pensamiento, el leve hilo de intelecto. Era la mujer desnuda que caía al suelo, era la mujer en coma que no dejaba de gritar. Era el grito de muerte, era la pesada falsedad, era su cráneo descubierto y blanquizco, era el cabello muerto volando de garganta en garganta. "Era mi mujer" gritaba el ciego "Era mi mujer" el hombre hecho trizas abría su boca con las manos para poder gritar, metía y sacaba su puño lubricado en sangre repetidamente sosteniendo las cuerdas bucales. Las tocaba como el arpa, las metía entre sus enrojecidos dedos. Vibraban en un himno seboso arrancando con fuerza chillidos de rata. Los lamentos volaban contrayéndose, contoneándose; los lamentos volaban conmiserándose, estimulándose; los lamentos eyectaban la tinta de sus bellos cuervos, entre la sutileza de sus curvas, entre la timidez de sus creadores, entre la ingenuidad de espectadores, eran los puños con sangre. Mete, saca, mete, saca; eyecta.

El hombre halaba con fuerza, quería hacerse detener, quería pedir auxilio pero trozaba sus nudillos con cada bocanada. Tenía los dedos rotos y las cuerdas pendiendo de un hilo. Sangre negra y coagulada brotando de sus encías, manchas abultadas alimentándose; vaciando la garganta de aquellos gritos. Parásitos coagulados, mártires salvajes huyendo por las grietas del concreto, el arpón de ángel, la orgia del caracol, moluscos hermafroditas, lasciva sabia, jugo de sexo, juego sensual. Cuernos retraídos al calor de la sal, su vida se agota, frita la manteca de caracol con huevos y tocino. El desayuno a las 7, la hora de la sal.