La mujer de Carlo


¿Me quemas la piel? ¿Gustavo? Por favor quémame la piel, quémala hasta que huela mal, quémame hasta perder la conciencia, hasta que no sepas mas quien es el, no quiero saber de donde vine, no quiero saber nada, solo quémame la piel para después coserla, cósela con tus cabellos, dame un poco de la tuya, que me quede con ese recuerdo. Con esa belleza joven, déjame un fragmento que lamer por las noches, déjame acordarme de esto. Déjame vivirlo Gustavo…
No se si al quemarla a ella me quemaba mas a mi, algo hervía con rabia pero a la vez con ese placer, con ese goce de escucharla gemir. Ese era yo poseyendo a esa mujer madura, la de los recuerdos largos y la vida corta, cada segundo, cada respirar uno menos.

Mientras que se consumía yo la vi pasar. Una tarde blanca y fría, en uno de esos días que no quieres saber mas, en los que caminas sin saber, en donde te pierdes entre piedras que creías conocer, en donde te atormentas con suspiros, con gritos, con las risas, con el aroma del mar. Te acuerdas de las caricias, de las mentiras dichas y las que te faltan por decir, se consume el día como el cigarro mismo que llevas en la boca, cada hora con menos luz que la anterior.
Recuerdo la lluvia, recuerdo estar húmedo y satisfecho, como esperando algo digno de vivir y de contar. Me senté justo en frente de ese café burgués, me pone de buena humor ver a la elite ir y venir con sus pezuñas de oro, con su superioridad, con el ego comprado y la autoestima de su lado. Miles de pesos gastados en nalgas plásticas y tetas duras, que mas puede pedir un bastardo; un paraíso de payasos, el sarcasmo andando, las lágrimas brotando de tanto reír. Yo la vi llegar, estaba ahí sentada con esa mirada ojeruda y perdida, los ojos vidriosos, no se si en el viaje blanco y empolvado justo en esa bifurcación en la que eliges entre viaje de placer o de negocios. Parecía más vieja y acabada de lo que debía estar, algo debajo de esa blusa transparente me lo dijo, algo dentro de esa falda y ese fondo, yo vi algo mas, vi un cuerpo vibrar, una naturaleza latente y salvaje en espera de algo. Yo vi una joven reflejarse entre sus bragas. Pero lo más fuerte fue ver sus ojos encontrar a los míos, me vio imaginándola. Ella y yo como un par de primitivos, como bestias, como monos salvajes que somos, la vergüenza me comió los ojos pero todo se calmó al ver su mirada de complicidad, su mirada de aceptación. Ella me dijo que me calmara, que todo estaba bien, estaba feliz, sus ojo eran otros.
El impulso me arrebató de mis cabales y yo caminé hacia ella, no podía dejar las cosas en simples miradas, no esta vez. Tantos errores cometidos, tantas lamentaciones, ella no debía ser otro recuerdo frustrado, ella merecía mas. A cada paso sentí explotar, a cada paso perdía más el control y estaba mas seguro de lo que haría. Pues no fue así.
Lo vi llegar, era el con su actitud prepotente y elegante, un simio burgués, un judío cualquiera creyéndose el dueño, el Mesías, el todo de esta tierra. Maldita mirada la suya, maldita la forma en la que se sentó, maldito el momento en el que golpeó. Su platica estupida fue apagando a la mujer que se desbordaba entre esas piernas contorneadas y morenas. Era Carlo, el pinche judío de mierda. El parecía disfrutar, estaba exhibiendo a su mujer, como todas las putas tardes en ese café. Día tras día me iba dando cuenta, me sentaba a verla caer.
Yo no veía el momento, pero lo quería, quería que Carlo desapareciera, para yo así poder llegar. Vaya sueños bastardos, vaya forma tan patética de no mirar atrás de mi, de renegarme, donde las fuertes lluvias mojaban mi espalda, donde los cerdos jugaban en los charcos de lodo, donde mis pies no eran de carne, donde yo era parte de la tierra, una tierra salada y herida.
Lo que para mi eran esperas largas solo eran un par de días, significaban días ganados a la rutina, al cansancio y a mi, mi más grande enemigo y único oponente.
El día llegó y Montserrat estaba ahí, sentada esperando al puto judío, el que nunca apareció. Tanto había esperado este momento y ahora que lo tenía no sabía que hacer con el. No me podía mover, la confianza de la primera vez se había derretido. No podía volver a pasar, no me podía arrepentir, ella lo valía, juro que es verdad. Sin darle seguimiento a los pensamientos del momento, dejé que la adrenalina volviera a decidir, me paré, crucé la calle, vacilé un poco pero al final llegué para quedarme ahí parado frente a su mesa. Que crimen ver a un muerto de hambre caer a los pies de una dama, a los pies de una mujer de respeto; la mujer de Carlo. Las miradas de los imbeciles perforaban mi autoestima, me querían vencer, que gusto les hubiera dado verme caer, verme humillado ante su cerda existencia. Pero el poder de sus ojos era mas fuerte, a través de ellos me decía que hacer, me hacía mantener la calma, ser paciente. La paciencia tiene su premio, la mujer se paró y camino, como ignorándome, como sintiendo repugnancia al igual que los demás. Una mujer de su talla no podía quedar mal ante los suyos. Una fracción de segundo, una mirada fugaz, un comando inmediato al cual reaccionaron mis pies con disimulo. La seguí hasta su coche, ella estaba arriba, el motor estaba encendido marcando el momento de escapar. Ahí fue cuando supe que quería y eso era mandar todo a la mierda, por dios que no existe que ella si lo valía.
Quería decir algo más inteligente, mas fino, suave, persuasivo, algo que intentara justificar lo que ambos sabíamos que iba a pasar. Lo único que escupí fue una pregunta, y es que después de todo era importante, ¿Donde estaba ese judío de cagada? ella siguió en silencio, me hice a la idea de que no iba a responder, me llevaba por caminos que no conocía, lugares lujosos, casa enormes, patios amplios, no había mas que criadas yendo al mandando caminando por la banqueta. Finalmente me dijo que Carlo no iba a llegar, que no estaba, que no sabía cuando volvería, que esconder dinero era una tarea agotadora, que la paranoia, la cobardía, la confianza agotada, la locura, eran tareas desgastantes, un papel difícil en la sociedad.
No quise preguntar más, yo solo me dejé llevar y por fin nos detuvimos para seguir en paz. Llegamos a su humilde morada, tardamos tanto para llegar al cuarto indicado, la alcoba de Carlo, el cuarto de un hombre que todos debían respetar, entrar en su cuarto sin permiso era como lamer sus bolas sin preguntar. Estar en ese cuarto le parecía excitante, para mi lo excitante residía en el momento, en el impulso, en la casualidad de que dos miradas se desearan sin parar.
Esa tarde noche no brotaron lagrimas, pero si lloramos, nos comimos la alcoba, la casa, las criadas, los mozos, los jardineros. No parábamos, no queríamos parar, su piel tan suave, tan rica, con ese sabor, yo sabía que tenía que valer la pena las duchas en leche de cabra. Le quité la ropa a mordidas, mientras ella reía de mis actos torpes e inexpertos. Quite su ropa interior con lentitud, quería llenarme de su aroma, quería tenerla en mi antes de que yo estuviera dentro de ella. Pasé sus manos mil veces por todo su cuerpo, quería dejar mi huella ahí. No me cansaba de repetirlo una y otra vez. La estrujaba, la sentía, la deseaba tanto como ella a mí. Era un sueño eterno, el tiempo nunca existió, ¿porque hoy sería diferente? Su voz, su aliento, su alma pidiendo a gritos algo mas, mis labios, mi lengua, mi saliva; algún órgano mas dejando huella en Montserrat, mi Montserrat, a la mierda con Carlo, a la mierda con Berenice, a la mierda con mi madre, a la mierda con mi pasado, a la mierda conmigo. Hoy Montserrat haciéndome perder la memoria, mañana, no sé.
La danza erótica, el preámbulo de la noche, las risas, la satisfacción, todo lo necesario, lo deseado, no dejábamos de ser dos desconocidos lamiéndose las penas, que importa, que mas da si mañana podría morir con el simple recuerdo de mi Montserrat, la mujer con las arrugas alrededor de los ojos, la mujer con un despertar a cada momento mas evidente, hasta que por fin la sentí llegar, su cuello, tan simple y tan erótico, esa parte que sostiene a la inmundicia del hombre, la gloría, el precio del humano. Esa parte tan sensible, tan llena de sabor tan incitante. No pude esperar más que hacer lo que ambos queríamos, yo siendo guiado por las largas piernas morenas de esa mujer, ella dictándome al oído todo lo que quería sentir, mi cabeza tratando de reproducir cada frase, cada deseo inconcluso, dándole todo aquello que un viejo infértil no le podía dar. La virilidad de un joven impulsivo y estupido.
Montserrat ya no me susurraba, ya no había necesidad, solo había que dejarse llevar por el temblor de sus curvas, por la vibración de sus pechos, por la forma en la que sus pezones se endurecían cada vez más. Era yo en ella y nada más.
La tarde se hizo noche y la noche se hizo día, solo reíamos, jugábamos desnudos en el cuarto sagrado de Carlo, en su imperio dorado. Era tan divertido, estaba ahí en los territorios de un burgués fornicando con su esposa, no podía parar de reír.
El único apetito que teníamos se saciaba con nuestras palabras, con nuestras mentiras y nuestros sueños, siempre atados a intentos banales de detener lo que queríamos, nuestras propias barreras. Ella no dejaba de pedir que la quemara, no dejaba de pedir restos de mi piel injertados en sus arrugas, lo que fuera para aguantar el mal sabor de boca, tal vez en un par de días esto que pasaba ya no sería necesario, pero hoy si. Déjame soportar Montserrat, dame lo que me falta a cambio de lo que tu más pides. Por mi vida que si vales la pena, claro que si.

El Hombre de Jabón

Con tres días menos de vida se levantó esa mañana apurado. Otra noche mas entre los brazos de no se quién, una mujer triste y derrotada. Un ángel muerto en medio del balcón, con las manos caídas y la voluntad de un vagabundo para convertirse en comida de perros. Ese fue el desgaste mental que lo mantenía tan viejo, tan perdido, tan lleno de indiferencia. Soñando todas las noches con esa derrota prematura, cayendo vencido sobre el colchón de sus dudas, siendo arropado por putas y lágrimas de azúcar; ese bello alimento de los niños, de los inmaduros de los que están llenos de mierda en la cabeza.
Otro desgaste más, otra mañana fría como carne cruda en el congelador, el aroma de cabellos negros por toda la cama, unas pantaletas rosas y un par de envolturas de condones debajo de la cama. Creía que no iba a llegar otra vez, eran tan enormes las ganas de llegar, de estar ahí, parecía que aun había tiempo. Hoy se había levantado en el momento justo, era hora y lo sabía, saltó de la cama y corrió a la calle. Tenía un buen presentimiento de que esta vez llegaría. Se detuvo en seco en la misma estación en la que todos los martes se encontraba con el mismo anciano que mascaba hojas de tabaco, con el mismo charco de lodo ensuciándole los lindos zapatos y con las misma mujer paseando su carreola, con la misma mirada triste esperando ser atropellada o violada o cualquier cosa que le hiciera sentir algo dentro.
Un suspiro silenció el ambiente, un suspiro cegó a cualquiera que creyera que podía ser testigo. Cualquier lengua sospechosa y débil. Cualquier imbécil que era incapaz de entender lo que podía suceder en un martes nublado. Cualquiera que no pudiera dejar secar las lagrimas en los ojos dejando costras negras y pesadas. Cualquiera que no tenía porque estar presente en un martes de sangre.

La espera se acabó y a José le llegaba la verdad, esperaba que esta vez sobre ese camión viniera algo más que la arrogancia semanal, esperaba que le arrojaran algo más que leche para furcias o lágrimas de una madre consecuente. Esperaba algo más que un negro parir. Lo que fuera pero que tuviera ese olor. ¡Madre Santa de la Mierda! ese olor, ojala hoy fuera el día. Llegó puntual el camión, al mismo paso de siempre, se anunciaba a lo lejos tan lento, a veces José creía que no venía sino que más bien se iba. La ola de calor brotante del asfalto, las puertas caídas, el enorme ruido. Todo se alejaba, todo se acercaba, el camión con su voluntad de maquina, tan fría en pleno verano, en el verano mas seco. La gente se lamía o por placer o por calor, por soledad o por calor, por aburrimiento o por calor. Las mismas lenguas pálidas lamiendo esa pasta blanca y salada brotando de esas pieles agrietadas y escamosas.
José se recordó lamiendo también. Lamiendo las paredes, las calles, los zapatos ajenos, las nalgas de nadie, los senos de no se quién. Buscando como sabueso, búsqueda tras búsqueda esperando que el olor volviera a llegar. ¿Como era posible que después de tanto tiempo lo pudiera recordar? ¿Como era posible que se carcomiera las tripas trayendo de vuelta ese recuerdo, el del olor de la tristeza, el olor de la desesperación, de las noches lascivas, de los gritos, del aliento negro, de la neblina, de la noche? ¿Donde estaba hoy el olor de la mentira?

José Carmona Morales, el hombre de jabón. Desapareciendo en burbujas suaves, creyéndose el viento, comiendo rosas para vivir. José el mentiroso, el que dijo que el olor lo trajo aquí. José el pinche loco que sale cada martes creyéndose real. El mismo José Carmona Morales que murió el día que conoció ese olor, el olor del cinismo.

Siguió esperando el camión que se iba. Estaba ahí, temblando, deseando, callando. Se atrevió a gritarle "Hey date prisa" con el pie marcando el compás de la desesperación, las uñas carcomidas y la vista casi negra. Los mareos, los pisotones de los árboles, las risas de los niños, los recuerdos fallidos. José perdiendo el equilibro posando nuevamente su cabeza sobre ese charco, el mismo viejo carcajeándose, escupiendo tabaco sobre su ropa. La misma virgen violada negándose a creer. Y el camión llegando, con la misma altanería, negando recuerdos viejos, los recuerdo del olor. José lloraba, quería de vuelta la mentira, la evasión, el sentido. Quería de vuelta el sueño de las sirenas comiendo de su vientre. Quería los chillidos de las ratas, quería de vuelta, todo de vuelta, por lo menos algún sentido, por los menos algún sollozo, por lo menos jeringas sangrándole la piel; algo, lo que fuera que pudiera volverlo real, casi real.

Lo que fuera por José el fantasma, los restos del espíritu, los restos de los gritos rabiosos de los pobres ilusos, quería estar de vuelta en un mundo que solo espera, todos en fila esperando el orgasmo de la muerte, el olor de sexo sobre lirios, sobre sabanas negras guiando el camino al final. El dulce olor del final.